Parece un asunto vergonzoso de confesar hoy en día, pero sí,
en efecto fui a un circo con animales cuando era niña e inclusive puedo decir que lo disfruté
. Para los que no me
conocen, o bien no ven nada vergonzoso en esta declaración; pueden cuestionarse
los motivos de mi vergüenza; lo intentaré
aclarar a lo largo de los siguientes párrafos. Resulta, que desde hace algunos años, he
tomado entre mis manos megáfonos y vociferado a todo pulmón mi opinión al
respecto -estoy completamente en contra del maltrato de animales salvajes y
domésticos en los circos-.
La dinámica siempre ha funcionado más o menos igual,
llegamos un montón de manifestantes, en ocasiones grande y en otros pequeño,
dibujamos pancartas con las leyendas
“circo si, con animales no” “una hora de diversión por toda una vida de
maltrato” sacamos lonas, megáfonos, algunos inclusive se visten de animales o
domadores e intentamos persuadir a la larga fila serpenteante, apática y
lánguida, de hacer consciencia sobre lo que nos gusta llamar “la otra cara del
circo”; la dura verdad, es que ese esfuerzo por lo general es inútil y da pocos
resultados.
Los adultos nos ven como locos… los niños nos temen más qué
al coco y nosotros regresamos a nuestros hogares con el estómago destrozado, la
garganta irritada y arrastrando tras de sí la esperanza de una vida digna para
estos animales.
Conforme ha pasado el tiempo me he ido acercando a la
conclusión que las manifestaciones por lo general no generan una comunicación
efectiva con el público que nos interesa convencer: los niños; He buscado dentro
de la fila a Daniela de 8 años que espera impaciente entrar al espectáculo,
mientras ella misma años después la trata de persuadir a través de un megáfono
y una pancarta de alejarse, convencerla que el espectáculo está lleno de
crueldad.
Para poder entender
cómo podría un niño recibir mejor la información que tratamos de difundir, me
he puesto a pensar en esa primera experiencia que tuve con el circo, he de
confesar que aunque quisiera no tengo una memoria eidética y lo que les voy a
contar puede ser un completo collage, pero esto es lo que levemente surge a mi
consciencia; recuerdo el potente olor a heces de animales y heno, disfrazado
débilmente por el aroma de palomitas, manzanas acarameladas y algodón de
azúcar; a lo alto antes de subir las pequeñas rampas que te dirigen al
interior, el gran letrero luminoso de Circo Atayde Hermanos, el jingle me viene
a la mente; a los colosales elefantes
cubiertos por telas de brillantes colores, su piel rugosa, sus ojos tristes,
cargando sobre su lomo una mujer rubia con el cabello amarrado en un chongo,
con un leotardo blanco que disparaba destellos de luz bajo los reflectores; el
elefante se sentaba alzaba las patas, levantaba la trompa y todos aplaudían;
los payasos que se acercaban al público, le regalaban algo al niño frente de mí
y yo lo miraba con envidia; la mano nerviosa de mi madre apretando la mía
mientras se balanceaban los trapecistas; las tres pistas centrales cubiertas de
arena, en dónde se paseaban los payasos, un tigre, monos, poodles y otra vez, protagonistas
del espectáculo: los paquidermos, aplaudíamos con emoción, ya era de noche,
regresamos a casa.
En un tema como el de
los animales en el circo, una estrategia de difusión de respeto y protección
animal enfocada hacia los niños es primordial; debido a que son sus principales
consumidores.
No hay que subestimar la capacidad de comprensión de los
niños, creo que de saber a aquella edad lo que sé hoy, hubiera entendido que aquél comportamiento simpático que observaba,
era condicionado a través de diversas técnicas de entrenamiento, que infligen un dolor emocional, físico y tortuoso
en el animal, pero, ¿se los estaremos diciendo de la manera correcta? Sus caritas
de espanto me han dicho que no.
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